El Parque de El Retiro en Madrid. Naturaleza. Espiritualidad.


La breve historia de Cirilo, el pequeño gorrión

Bienvenidos al Blog de Antonello Dellanotte

Bienvenid@s, queridas lectoras y queridos lectores al primer artículo de la sección Naturaleza de mi blog.
Hoy se cumplen dos años de un hecho –que muchos de los que me seguís hace tiempo ya conocéis- que marcó mi vida: mi experiencia con Cirilo, el pequeño gorrión. Vuelvo a publicar este artículo –que fue creado y difundido ya en agosto de 2016 desde el blog de RetiroExperience– porque hoy se cumplen dos años de aquello y porque es mi deseo que este contenido forme parte también de mi espacio personal, por haberme marcado tanto lo que sucedió aquella tórrida mañana de finales de julio. Pero también es por Cirilo, porque el 27 de julio es su efeméride, que en mi corazón merece un espacio marcado en el calendario por todo lo que este ser divino me enseñó en los escasos 60 minutos que duró nuestra efímera y reveladora relación. Reproduzco pues, íntegra y literalmente aquella publicación en recuerdo de mi pequeño amigo y para que nos hagamos todos una reflexión seria acerca de cómo deberíamos mejorar nuestra relación con el entorno natural, aprovechando la ocasión además para contribuir a mantener viva la alerta sobre la preocupante situación de los amenazados congéneres de Cirilo, los gorriones, circunstancia que no debería dejar impasible a nadie. Esta es la historia…

Cirilo, sobre un tutor, a los minutos de encontrarlo en la calle Doce de Octubre. 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte

(Madrid. 8 de agosto de 2016). Voy a contaros algo que me sucedió hace unos días. Esta es una historia en clave personal que he querido dejar reposar un poco en mi corazón antes de darle forma definitiva. Que mi relación con los pájaros me ha cambiado es algo que ya sospechaba y que el otro día confirmé. O al menos ha contribuido muy positivamente en mi desarrollo personal y espiritual. Por eso he decidido contar esta historia, porque creo que hay varios mensajes esenciales en este relato.

Un relato que incluye pena, tristeza e híper-realidad. Una historia gráfica y explícita. Pero al mismo tiempo una historia de presencia, espiritualidad, iluminación y esperanza. Una historia sobre el principio de no permanencia de las formas que a todo afecta. Una historia de muerte y de vida eterna.
Encaminado hacia mi paseo diario por el parque por la calle Doce de Octubre, encontré un trabajador de la construcción que me pareció, por su acento, que era del este de Europa. Tenía algo en las manos y lo estaba depositando con gran delicadeza sobre un tutor –uno de esos cilindros de madera alargados que se colocan junto al tronco de algunos árboles jóvenes para conferirles rigidez y asistirles estructuralmente en su crecimiento–. Lo que el hombre sostenía con tanto mimo era un pollo de gorrión desarrollado sólo parcialmente. Debió de haberse caído del nido, y por lo que me comentó, estaba en la acera. Lo estaba colocando ahí para darle visibilidad por si los padres venían a rescatarlo, pero no vinieron. Normalmente los pollitos de gorrión hacen así sus ejercicios de vuelo y están monitorizados por sus progenitores, por eso hay que dejarlos tranquilos. Pero este pollo no tenía a sus padres cerca y además estaba en mal estado. Estabamos en plena canícula, hacía un calor horrible y el pobre apenas se sostenía en pie; respiraba con dificultad y los ojitos se le cerraban.

Yo le dije:
– Tiene muy pocas posibilidades.
El contestó:
– Muy pocas.
Y añadió:
– Te lo quieres llevar?
Inmediatamente pensé: «Sí; lo llevaré al parque para que al menos no muera solo en esta acera recalentada, quizá víctima de la deshidratación que debía de tener ya o acaso devorado por un gato, un perro, una urraca, una rata o cualquier otra alimaña». Rápidamente contesté:
– Sí, me lo llevo al Parque. Ya veré qué se me ocurre, pero mejor que aquí, estará.
Por entonces, Cirilo ya me había robado el corazón. Lo bauticé así porque Cirilo se llamaba el jilguero que teníamos en casa cuando éramos pequeños. Siempre me conmovió el amor de mi padre y de mi tío Lucas por los pajaritos y que siendo niño nunca llegué a entender del todo. Bueno, hace ya tiempo que lo entiendo, y perfectamente. Ahora sé también que los pájaros son grandes maestros.
Mientras escribo esto no puedo dejar de rememorar el gesto del pequeño Cirilo. Había en él agotamiento, pero a la vez una casi perturbadora serenidad, como si no tuviese miedo. Creo que efectivamente no tenía miedo. Me encontré asistiendo a una situación de pura entrega, de pura presencia, de pura consciencia. Ese ser divino de unos pocos días de vida parecía saber que iba a morir pero estaba totalmente sereno. Ni un ápice de agitación o estrés. Algo brutal que deja el miedo de la mente humana en una sonrojante posición de evidencia. Me emociono al recordarlo. Es difícil sentir, a la vez, tanta ternura y tanto respeto. Los gorriones son maravillosos y sus crías son especialmente deliciosas. Verlo apagarse fue tan aleccionador como tremendo.
Cuando lo sostuve en mis manos, al principio, lo primero que sentí fue la vida que quedaba en él. Se agarraba con fuerza a mis dedos para afrontar los vaivenes de mi paso, manteniéndose erguido, en un fenomenal alarde de dignidad y pese a sus escasas fuerzas.
Rápidamente comencé a pensar en mis opciones para salvarlo. Consideré, primero, dejarlo en las plantas vivaces que hay en la pradera que está frente al Palacio de Cristal, donde me consta que las aves acuáticas del estanque desovan, idea que descarté enseguida al darme cuenta de que las energías de Cirilo estaban decayendo por momentos.

Cirilo, en el monumento al Doctor Cortezo, en el Campo Grande de El Retiro. 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte

Pasando junto al monumento al doctor Cortezo, y para que se aliviase un poco de mi calor corporal, puse a Cirilo a los pies del niño de la escultura, en la roca fresca. Creo que casi inconscientemente asocié los talentos y logros de este ilustre médico y la belleza de esta estatua, obra del gran Miguel Blay, que evocaba en mí el espíritu sanador del galeno, con las posibilidades de recuperación de Cirilo. Lo sé, fue mucho asociar… Por entonces Cirilo tenía aún un aspecto moderadamente saludable.

Lo siguiente que pensé fue aplicarle in situ unos primeros auxilios para en caso de que reaccionase, llevármelo a casa e intentar sacarlo adelante. Busqué la fuente más cercana para obtener un poco de agua fresca que suministrar a Cirilo. Además, como siempre llevo frutos secos en la mochila para dar de comer a los otros pájaros, pensé que podría hacer una papilla energética masticando yo mismo unas almendras para dárselas en un puré. Pero todos mis intentos fueron en vano. No conseguí darle agua ni alimento. Ni con los dedos ni con mi propia boca pude traspasar su pico que encontré firmemente sellado. Supe entonces que estaba asistiendo a un acto de entrega. Cirilo comenzaba, serenamente, a irse.

Fracasado el primer intento decidí llevarlo a la zona donde habitualmente doy de comer a los pájaros, con la –ya débil– esperanza de que se activase al acercarlo a otros gorriones. Por el camino, ya detrás del Palacio de Cristal en dirección noroeste, contemplé un glorioso amanecer a través de las paredes transparentes del palacio. El sol no daba aun de lleno. Los primeros rayos de sol que el follaje y la propia estructura del edificio permitían pasar incidían de forma desigual, creando un laberinto en 3D de luces y sombras. Decidí exponer a la luz a Cirilo unos segundos, posicionándolo en uno de los haces de luz con la esperanza de que el sol lo reanimase; pero por entonces, aunque –increíblemente– aún se mantenía de pie, tenía los ojos cerrados ya de forma casi permanente.

Pasando con Cirilo junto al Palacio de Cristal. 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte.
Cirilo, en mi mano, junto al Palacio de Cristal. 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte.

Aligeré pues el paso para llegar cuanto antes a mi destino, donde estaba mi ultima esperanza. Rápidamente me afané en convocar a los gorriones a la palma de mi mano, donde coloqué a Cirilo, que ya apenas se mantenía en pie. Rápidamente conseguí mi objetivo. En unos minutos tenía otros gorriones, junto a Cirilo, en mi mano. Por supuesto también asistieron mis amigos los carboneros. No creáis que los pajaritos, como es habitual, cogían su trozo de almendra y se iban. Todos miraron, durante al menos un instante, a Cirilo, antes de agarrar su premio, algo que llamó mi atención; pero esto tampoco funcionó. Quizá condicionado por la idea de que a nadie le gustaría morir solo, pensé que sería bonito que en sus últimos instantes estuviese tan cerca de los de su especie. Por entonces Cirilo ya se estaba apagando, pero no iba a morir solo. Esta idea me llenaba de paz.
Ya moribundo lo acerqué a mi pecho. Sentí perfectamente el agitadísimo latido de su micro corazón y sentí, también perfectamente, cómo ese tempo frenético caía en picado hasta detenerse. Entonces puse a Cirilo sobre el banco, donde con un ultimo estertor, se apagó. Pude ver claramente como su ser, su esencia, desaparecían, dejando solo su forma. Al igual que había sucedido antes, no percibí en ningún momento rastro alguno de sufrimiento, angustia o miedo. Es como si Cirilo me estuviese diciendo: «no tengas miedo, no pasa nada, todo está bien». Y yo sentí otra vez una profunda paz.

El cuerpecito de Cirilo, ya sin Vida. Parque de El Retiro, 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte
La tumba de Cirilo, al pie del roble. Parque de El Retiro. 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte

Decidí que le iba a hacer unas exequias que ya las quisiera yo para mí. Así que como a solo unos pasos de donde estábamos se encuentra el roble más bonito del Retiro, resolví hacerle una tumbita al pie del árbol. En el suelo fresco recién regado hice, con ayuda un palo, un pequeño parterre funerario para Cirilo. Alisé un rectángulo tamaño DINA3 y practiqué un hoyo en su centro, donde acomodé el cuerpecito del gorriato. Lo cubrí e hice un montículo como en las películas. Con dos palos hice una C, que parecía griega.

La última morada de Cirilo. Parque de El Retiro. 27 de julio de 2016. ©2018 Antonello Dellanotte

Me alejé unos pasos para ver cómo el sol incidía en la tumba y vi una escena completa de paz y belleza, con el roble y esa luz mágica que se abría paso entre el ramaje para iluminar la última morada de Cirillo. Otra vez más volví a sentir una profunda paz. Pensé que, al haberlo enterrado no sólo al pie del árbol, sino entre sus raíces, pronto Cirilo sería parte de ese roble divino; pronto sería ese mismo roble divino. Ese magnífico árbol que antes había sido sólo una semilla. Ese magnífico árbol que había sido tierra, sol y agua y que ahora también era Cirilo. Ahora el roble se llama Cirilo, porque es Cirilo, el inmortal.
Este artículo está dedicado a mi padre, a mi hermano Iñigo y a la memoria de mi tío Lucas.

Vuelvo a 2018, un poco emocionado tras revivir esta experiencia y lleno de gratitud hacia este pequeño héroe que me enseñó tanto sobre la Vida.
Al ver las fotografías he recordado lo duro que fue aquel verano en lo meteorológico y he sido consciente del sufrimiento que le tocó vivir a Cirilo aquella noche en que cayó del nido sobre el asfalto abrasador de Madrid. Recordemos siempre a Cirilo, el inmortal.
Muchas gracias por leerme y compartirme.


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